"La tecnología nos ha vuelto más humanos", señala el neurólogo catalán Noslasc Acarín, autor de "El cerebro del rey". quien desentraña el funcionamiento de este organo. Charla a fondo con este doctor en Medicina por la Universidad de Barcelona y especialista en Neurología y Psiquiatría.
El neurólogo catalán Nolasc Acarin ha logrado algo tan improbable como convertirse en bestseller con un ensayo de corte científico, “El cerebro del rey”, que desentraña el funcionamiento y los alcances de este órgano que rige la evolución de la vida, el comportamiento sexual, la conciencia, el envejecimiento, la muerte y en palabras del ensayista, “ha sido decisivo para la civilización”.
Recién publicado en la Argentina por primera vez, “El cerebro del rey” lleva vendidos más de 40.000 ejemplares desde su publicación en España en 2001, un fenómeno que se explica por el rigor exento de tecnicismos que el autor eligió para abordar hasta las cuestiones más espinosas como la homosexualidad, el incesto o la dificultad de las sociedades para procesar los duelos y aceptar la muerte.
En su libro, Acarín explica que el cerebro es fruto de la evolución genética, de múltiples formas de adaptación al medio a lo largo de millones de años, que lo han convertido en un órgano cada vez más complejo que permite acumular experiencia y programar la conducta.
“A lo largo de la evolución pasamos de caminar en cuatro patas a erguidos y eso comporta un cambio muy importante desde aquellos australopitecus. Con el avance de la encefalización -cerebro más grande, mayor aprendizaje y mayor estímulo- el humano va avanzando y es capaz de crear civilización”, sostiene este doctor en Medicina por la Universidad de Barcelona y especialista en Neurología y Psiquiatría.
– ¿Tuvo que reformular el corpus de su obra desde su publicación original a partir de los hallazgos realizados en los últimos años por las neurociencias?
– En realidad no tuve que hacer tantas reformulaciones porque mis hipótesis ya recogían el grueso de los avances que se han hecho en los últimos años. El foco del libro está puesto en la neuroplasticidad, en la capacidad del cerebro de aprender. ¿Qué es aprender? Es estimular al cerebro para que haya más fibra y más conexiones a partir de lo que se está aprendiendo. Si la conducta debiera regirse por los genes poca cosa haríamos pero gracias a la neuroplasticidad tenemos muchos billones de conexiones que nos permiten tener una conducta muy distinta a la de un caracol, un gusano o un pájaro. Todo eso nos ha permitido desarrollar la ciencia, la técnica, la cultura y la economía. Somos el único animal que ha creado civilización y economía gracias a esos billones de sinapsis.
– ¿Cómo ha cambiado la configuración del cerebro a partir del aumento de la expectativa de vida? ¿Las sociedades están preparadas para capitalizar ese aumento de la brecha de vida?
– Una de las ideas que trato de trasmitir es que somos fruto de millones de años de evolución y que hemos sido lo que nos han precedido. Somos a la vez, uno más de muchos otros que van a proseguir la especie. Lo más curioso es que nos comportamos igual que hace 10.000 años. Desde el Neolítico seguimos comportándonos y tenemos los mismos deseos y los mismos odios. En los homínidos primitivos el tener un anciano en la comunidad era una ventaja. La tribu que tenía ancianos tenía la seguridad de que si el bosque se quemaba por efecto de un rayo y se quedaba sin alimentos, podía apelar al anciano que seguro sabía dónde localizar un río, que seguramente conduciría a una zona donde el fuego no hubiera pasado. En aquellas comunidades, los que enseñaban eran los ancianos. En la actualidad, en cambio, los sistemas de enseñanza en lugar de estar en la mente de los ancianos están en los ordenadores y eso ha cambiado la concepción del mundo.
Mecanismo de autoregulación
– En su trabajo le dedica un largo capítulo al tema de la muerte y a las dificultades para afrontar esta instancia ¿Por qué la muerte es un mecanismo de autorregulación que permite la continuidad de la especie?
– Sin muerte no estaríamos aquí. Es inviable suponer que habría recursos para todos los seres vivos que han existido a lo largo de la historia de la civilzación. Ha habido en la progresión del planeta cuatro o cinco grandes episodios de extinciones masivas de las que han sobrevivido solamente un diez por ciento de la población. Eso ha formado parte de un mecanismo de autorregulación.
Por otro lado, podemos convenir en que así como el derecho a la vida es sagrado también existe el derecho a morir. Cuando alguien por enfermedad o edad llega a una situación de mínimo confort o calidad de vida, tiene derecho a morirse. Los médicos tenemos la responsabilidad de alargar al máximo la vida de una persona pero no de alargar su agonía ni su sufrimiento. Cuando una persona padece una enfermedad incurable y los tratamientos no sirven para mantener una estándar de calidad mínimo, hay que sedar a esta persona para ayudarla a que se muera. Y no estoy hablando de eutanasia sino de intervenir en situaciones extremas de enfermedad terminal para dejar que la naturaleza accione. Es decir, no hablo de matar sino de sedar para que la persona pueda morir. Tenemos derecho a morir sin dolor.
– Antes la memoria estaba tramada por la acumulación de conocimientos mientras que ahora con los dispositivos tecnológicos nuestra tarea no es retener datos sino aprender a jerarquizar dentro del amplio repertorio que nos ofrece internet ¿Estamos ante un cambio de paradigma respecto a nuestro mapa cognitivo?
– La respuesta es no. Seguimos aprendiendo igual que hace 50.000 años. Nos llega un estímulo, hacemos conexiones con el cerebro. ¿Qué ocurre con las tecnologías que nos permiten hoy almacenar el conocimiento? Le pongo un ejemplo sencillo: yo antes memorizaba un montón de números de teléfono pero ahora no me los sé porque los busco directamente en mi teléfono móvil. Esto quiere decir que ahora puedo reservar mi memoria para cosas más interesantes. Me puedo dedicar a aprender muchas más cosas o como médico puedo ahora poner mayor atención en mi relación con los pacientes. Cuando la reserva cognitiva se libera de datos inútiles, nos otorga la posibilidad de hacer mayores conexiones en el cerebro, porque podemos aprender más cosas y estamos más activos. La tecnología nos permite dedicarnos a ser más humanos, más atentos, y no sólo unos homínidos evolucionados. Dentro de las cualidades de la civilización destacaría la cualidad de ser compasivos, con uno mismo y con los demás.
– ¿Cuánto ha cambiado la cosmovisión del mundo a partir de que las neurociencias constataron que no existe la estructura binaria mente-materia y que por el contrario la emoción y la razón tienen lugar en el mismo órgano, el cerebro?
– Lo que cambia en este caso es nuestro conocimiento del mapa, no el mapa. Somos los mismos, más allá de esta constatación. Recuerda mejor de del deep blue? Aquel ordenador que crearon para que juegue al ajedrez con Gary Kasparov. Al final, ganó el ordenador. Eso quiere no decir que era más inteligente que Kasparov. Los humanos tenemos un conocimiento mayor que manejamos en base a la emoción. Si el placer es el hilo conductor de defendernos, alimentar y procrear, la emoción es el hilo conductor del conocimiento.
– ¿Los cambios sociales son más lentos que los cambios tecnocientíficos, es decir, la ciencia avanza más rápido de lo que la sociedad puede procesar en torno de los dilemas éticos que plantea con sus logros?
– Claro que sí. La sociedad es la cultura. Y la cultura avanza lentamente. Una parte de esa cultura tiene que ver con la política. Pasar de las ideas políticas del siglo XIX al XX y al XXI no ha sido equivalente a lo que implicó en ese mismo lapso inventar la electricidad y pasar a trabajar con ordenadores. La ciencia siempre va más rápido que la sociedad.